I
El Merolico los observaba, los dejaba subir y apretujarse y a último momento, antes de la partida, saltaba con agilidad. Como cargaba su baúl, pequeño pero de madera, siempre que daba el último empujón, sus vecinos inmediatos se molestaban un poco. De cualquier manera no podían enojarse demasiado, ya que la situación, con o sin Merolico, era por demás incómoda. Cuando el tren arrancaba, el Merolico abría el cerrojo de su baúl con una llave dorada que llevaba colgada de una cadenita amarrada a su pantalón. La madera rústica y desgastada, los años de uso que no se podían ocultar y el rechinar de las visagras, eran el blanco perfecto para las miradas de desprecio de los pasajeros. De los pasajeros que tenían la fortuna de contar con los dos ojos en la dirección apropiada. Muchos bizcos vieron las cosas a medias. Y hubo otro tanto que simplemente escuchó el ruido de la tapa, confundiéndolo con las quejas habituales del ya cansado tren.
El Merolico se ponía a buscar dentro del baúl, hurgaba con pasión y aunque no sabía que estaba buscando, siempre encontraba algo. Metía sus manos y revolvía y aunque se escuchaban ruidos, nunca se veía con claridad que es lo que allí guardaba. Sin embargo, los ruidos, eran los suficientemente estrepitosos y significativos como para despertar la curiosidad de los pasajeros. Se escuchaban caballos, rugidos de leones, motores de autos, risas de niños, cadenas arrastradas, y muchas, muchas, muchas palabras sueltas. La mayor parte de la gente creía que se trataba de una grabación y eran muy pocos los que dudaban. En su duda no podían figurarse de qué se trataba todo ese alboroto encerrado. Si asumían la hipótesis de la grabación, confirmaban para sus adentros y no tanto, ya que a veces se escuchaban los comentarios en voz alta, que el Merolico estaba loco. Pero de repente, la mirada se le iluminaba, sus ojos se agrandaban y un rojo alegría aterrizaba en sus mejillas. Cabe aclarar que esta conducta no ayudaba a disipar los fantasmas de la locura que los pasajeros le endilgaban. Claro, tan razonables ellos, viviendo únicamente para ganar dinero en una oficina en donde los trataban mal, viajando como sardinas enlatadas pero no enlutadas (lo que les hubiera aliviado el sufrimiento) y leyendo el diario a hurtadillas, por encima del hombro vecino. No, no había lugar para la duda, al Merolico se le habían vaciado algunos aposentos en su cabeza. El loco se encendía de ansiedad y rápidamente cerraba el baúl. No fuera a ser cosa que se le mezclara o que algún imprevisto se le resbalara en su relato.
La narración nacía perfecta de su cabeza y atrapaba en el vuelo la atención completa del vagón. Del mismo vagón que hacía unos segundos emitía un juicio basado en un prejuicio, que no por falaz perdía efectividad. Esta vez los dragones que atemorizaban al pueblo fueron vencidos, si es que cabe la palabra y evidentemente cabe muy bien ya que en realidad fueron convencidos, de trabajar para el ferrocarril que recientemente había inaugurado estación en la comarca. ¿Para qué usar carbón mineral en las locomotoras que es caro y contamina? No, no, no. Mucho mejor es usar dos dragones adultos, que por una buena paga, podían soplar fuego durante 8 hs. seguidas. Eso sí, el sindicato de dragones ferroviarios exigía 1 hora para almorzar y vacaciones pagas. Pronto fueron sumándose a las diferentes ramas del comercio. Panaderías (parece ser que el pan horneado con fuego de dragón es uno de los más deliciosos del mundo), vidrieras, herrerías y todo negocio que necesitara algún tipo de combustión podía contar con la inestimable ayuda de un dragón proletario. Otra vez la princesa era despertada de su prolongado sueño con un beso. Pero no era el príncipe galán y caballero que ella y nosotros esperábamos, sino simplemente una promoción de celulares. Un vendedor, entrenado en una técnica agresiva de ventas, había aprovechado el momento y la confusión del despertar de la pobre niña para venderle un paquete con 100 mensajes de texto gratis. La princesa nunca encontró al príncipe, pero, gracias a la globalización, se casó con un hombrecito pequeño de unas lejanas tierras del sur. No comieron perdices, pero fueron felices con una luna de miel en Belice.
Al terminar el cuento, la generosidad se apoderaba de los corazones y las monedas tan tan contentas que reían tin tin tintineando, saltaban de las carteras de las damas y de los bolsillos de los caballeros a la bolsa del Merolico que agradecía con una sonrisa. La masa compacta de humanos viajeros se abría y daba paso para que el narrador recogiera su victoria. Ya nadie se acordaba de las injurias y los escarnios con que lo habían investido. El único deseo que primaba era el de escuchar otra historia. Pero el señor de los cuentos sacaba su llavecita dorada y abría el baúl. Otra vez revolvía el contenido, suponemos que con ánimo de ordenar. Nuevamente se escuchaban desde el fondo del baúl. Las olas del mar, el silencio de la noche, los cañonazos de la guerra, las risas de los niños y muchas, muchas, muchas palabras sueltas. El Merolico, con mucho cuidado y ya sin temor a la confusión sonora, depositaba la bolsa con monedas. Con ojos bonachones, cerraba bajo llave su preciado tesoro.
Las monedas se distribuían dentro del cofre. El movimiento del tren ayudaba al azar. Cada historia recibía su parte y los personajes se dedicaban o bien a saldar deudas, o a otorgar créditos, o a donarlo o a consumirlo a piaccere. Así el Conde Drácula realizaba una visita al dentista, Pepe Grillo le pagaba con bastante atraso al sastre su trabajo, Blancanieves se inscribió en un gimnasio y Caperucita Roja, una niña muy feliz, cansada de caminar por el bosque se compró una moto de alta cilindrada, todo terreno, obviamente colorada.
Un extraño fenómeno ocurría con lo que se encontraba dentro del baúl. Del mismo modo que las monedas se distribuían equitativamente, con mucha normalidad, entre todos los habitantes de los cuentos, el resto de las relaciones también se mezclaba. Las historias siempre eran diferentes, aunque hay que decirlo, se parecieran mucho. Como el baúl no tenía una capacidad máxima, ni una mínima, ni una nula y ya acumulaba muchos años, el número de cuentos que había escuchado era considerable. Por lo tanto las relaciones de las relaciones ya estaban otra vez mezcladas. En el momento cúlmine de Hansel y Gretel, aparecían los tres chanchitos y claro, la bruja no dudaba y se daba un banquete de lechón al horno. Con Hansel y Gretel como invitados especiales de la comilona. En forma de postre obviamente. En algunas versiones, la Sirenita no tenía mucha suerte y terminaba sus días, al menos algunas partes de ella, en una lata de atún.
Todas las historias que le eran contadas eran guardadas. No sólo cabían los cuentos tradicionales para niños. Las anécdotas increíbles o triviales de la vida cotidiana también tenían su lugar. Ni hablar de la tradición oral. Hay quienes dicen que si se sabe encontrar se puede hallar hasta la mismísima historia de Gilgamesh en su versión original (si alguien la entiende por favor que se comunique inmediatamente con algún departamento de Lenguas).
Pero una vez guardadas se generaban copias, siempre diferentes, y los personajes deambulaban en esas copias a sus anchas, tan anchas como lo permite la imaginación del infinito. El problema radicaba en cómo encontrar los cuentos o versiones de cuentos que uno quería y no los que el caprichoso baúl obsequiaba con generosidad. Allí radicaba la habilidad del Merolico. No es que encontrara siempre lo que buscaba, es que igual buscaba. Y aunque no hallara lo que buscaba, siempre encontraba cosas nuevas. Pero esa, esa era otra historia.
Cuando el tren se acercaba a la estación, el Merolico, con una sonrisa de dibujante y el público con una sonrisa dibujada, se organizaban para dejar un paso claro hasta la puerta del vagón. Un caminito de narrados que iluminaban con sus ojos fantasiosos el paso lento del contador y su pesado baúl. El convoy se detenía y con un saltito ágil, el merolico volaba hasta el andén. No siempre sin obstáculos. Sucedía muchas veces que los pasajeros que pugnaban por entrar no comprendían el orden generado y con sus empellones y empujones dejaban a nuestro héroe girando como un trompo. Se alisaba su saco raído y continuaba su camino buscando un nuevo tren. En su cabeza sólo iba pensando en el cuento que quería escuchar cuando llegara a su casa y luego de cenar, se dispusiera a dormir.
-Diego Díaz Córdova-
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